Cuando Moisés
pregunta a Dios su nombre, ante la visión de aquella zarza ardiendo, de aquel
fuego que no se extinguía quizá en su corazón, Dios se lo revela; mi nombre es
“YO SOY”. Cuando cientos de años después, una cohorte
y unos guardias de los sumos sacerdotes y de los fariseos, se dirigieron e
mitad de la noche al Huerto de los Olivos con faroles, antorchas y armas para apresar
a Jesús, ante la pregunta de a quién buscaban, Jesús-Dios vuelve a revelar su
identidad “YO SOY”, la misma contestación ofrecida ante el interés envenenado
de Caifás cuando pregunta ¿Eres tu el Mesías?
Me pregunto qué
grandeza habría detrás de esa breve respuesta, Jesús calla, Dios calla, pero
ese callar no puede ser un silencio manipulable por parte de nadie.
A lo largo de la
historia de la humanidad, muchos han sido los silencios de Dios, silencios
incluso muchas veces reprochados por los hombres que ante lo descomunal de la
vida, se revuelven hacia el cielo buscando una respuesta en los labios de Dios.
Tras el genocidio judío en los campos de exterminio Nazi, tras una gran
catástrofe natural y humana es muy lógico preguntarnos por qué Dios calló. Los silencios de Dios en ocasiones también han
sido aprovechados por parte de malintencionados que los utilizaban para hacer
su voluntad humana controlando conciencias, y poniendo palabras en boca de Dios
que jamás pronunció.
En muchas
ocasiones, el común de los mortales, intenta someter la voluntad de Dios a la
satisfacción de sus deseos, y ver a Dios como un ser que vive para satisfacer
mis deseos, es ver a Dios con unos ojos un poco miopes. Cambiemos de lentes.
Bien es cierto que
ante la limitación de la condición humana que es real y profunda, ante la vida
que no se puede coger con las manos, que es incontrolable y que sigue sus
propias leyes basadas en la libertad del mundo, con sus propias reglas de
funcionamiento y ante las que nos tenemos que adaptar, asumiéndolas como mejor
sepamos o podamos, el hombre busca la ayuda fuera de sí, lo que por sus propias
fuerzas le es imposible. Esta realidad, abre una cuestión que nos interesaría
reflexionar: Dios es Dios, distinto a mí, y como otro que es, no puedo
manipularlo, ni hacer de Él, lo que yo desee.
Que Dios sea un Tú
distinto a mí, significa que tiene voluntad propia, análogamente hablando
claro, distinta a la mía; en palabras de Rudolf Otto, Dios es “el totalmente
otro”, y esto nos suele poner nerviosos, porque se nos escapa de nuestra dominación
e intereses. Dios no es un medio para mí, tampoco las personas se pueden
convertir en un medio, Dios y el hombre, el hombre y Dios son un fin en sí
mismos, y siempre son más.
Dejar que Dios sea
Dios implica un desprotegerme, poco a poco ante el Otro, para que cada vez sea
más él y menos yo, desde luego es un reto para toda la vida, pero también principio
de amor, un desnudarme de mí mismo para que el Otro me tome totalmente, “quien tenga
oídos que oiga”.
Creo que es un arte
el aprender a vivir desde la consciencia de que Dios es Dios, y no soy yo, de
que Él es un Tú distinto a mí, con unos deseos y voluntad propios que yo no
puedo controlar, un camino a recorrer de sabiduría personal y que conlleva
esfuerzo y tiempo. No nos preocupemos por el tiempo, el tiempo es lo que es y
los procesos de cambio pueden realizarse progresiva y lentamente, Dios no tiene
prisa, nosotros sí, pero querer controlar los tiempos de cambio, puede llevar
implícito el volver a querer controlar a Dios. Deja que Dios sea Dios.
En estos días de la Semana Santa que se aproxima, vamos a experimentar esa experiencia amorosa de Dios al celebrar la muerte y resurrección de Jesús, ese Dios que toma naturaleza humana para darnos ejemplo de vida y que carga con todas nuestras culpas para la Redención de nuestras almas. Es admirable esa postura de un Dios que es todo poder y es todo amor para nosotros, un padre que nos cuida, nos mima, no nos deja de la mano, llega adonde nosotros no lo hacemos y haciendo uso de nuestra libertad debemos confiar en El y seguir su camino al lado de María madre de Jesús y madre nuestra.
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