A menudo somos tan estúpidos que normalizamos el día a día;
como si cada uno de sus momentos tuvieran que ser de ese modo, invariables,
sujetos a la anodina rutina, sin importancia, tibios.
Ya desde hace algún tiempo intento
educar mis sentidos y comenzar a valorar esos pequeños momentos en un deseo
de saborearlos con hondura, y hacerlos especiales. Una conversación profunda con una
persona, salir al balcón un momento por la noche y fundirse con lo
creado, un abrazo, una mirada, las siluetas de las manos, una brisa suave
rozando el rostro, el abrazo a un árbol que está vivo, saborear un café, pequeños
momentos… Al final parece que nos la jugamos en la espesura del día a día, es
el arte de vivir.
Cierto es que en la Historia de la Salvación hay grandes
momentos espectaculares, siguiendo la pedagogía necesaria para que el pueblo
fuera intuyendo el amor de Dios y asimilando el plan de salvación para cada uno
de los hombres, pero ciertamente también aquí creo que los pequeños y callados momentos
fueron decisivos: Un sí suave pronunciado por los labios de una chica joven, el
parto de Jesús en un establo en un pueblo perdido en el rincón más oscuro del
Imperio romano, el trabajo como artesano que dignifica, el gusto por las
conversación con amigos, la revelación por parte de Jesús en pequeños grupos,
una oración en el interior de tu habitación... pequeños momentos. Aprender a
saborearlos y hacer de estos algo importante.
Una de las películas llenas de pequeños momentos en los que
el director trata de fijar la atención del espectador es Amelie, una joven francesa encarnada por la actriz Audrey Tautou y
su gusto por las pequeñas cosas. Os dejo unas imágenes de la misma.
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